Vivir la Cuaresma
como entrada en la Resurrección de Cristo, a través de la participación y
asimilación de sus sufrimientos y su muerte, incluye una serie de actitudes de
espíritu, entre las que cada comunidad y cada creyente debe discernir las que ha
de encarnar sobre todo, según el estado de su fe. Citemos
algunas:
1. Búsqueda sincera
del verdadero Dios viviente; realista y profunda; superando ideas falsas y
purificando la fe. Hasta aceptarle en su auténtico papel en la propia vida
personal, familiar, social.
2. Descubrir a
Jesucristo como “salvador” efectivo, como única solución definitiva de la propia
existencia, de la existencia de todos y de toda la historia. Conocerle mejor y
aceptarlo más vivamente.
3. Sincera
conversión; con todas las consecuencias; cambio de mentalidad y de vida en lo
que haga falta. Abrir el alma, la fe, la esperanza, el amor y la vida, al
dinamismo de la muerte y resurrección de Cristo; y, a su luz y con su fuerza,
purificar, quemar, arrancar lo que sea preciso arrancar en el propio vivir
egoísta.
4. Sellar el
encuentro con Dios en Cristo y con los hermanos, en los sacramentos de la pascua
de Cristo: confesión hecha a fondo; redescubrimiento y renovación del propio
bautismo; eucaristía viva y fraterna.
5. Vitalizar las
“prácticas religiosas”, el culto: sinceridad y vida: encuentro siempre nuevo con
Dios, con Cristo, con los hermanos.
6. Llevar a la vida
diaria la fe y la vivencia de los sacramentos y del culto: amar de verdad,
servir, ayudar, solidarizarse con los demás, especialmente con los que sufren y
con los más necesitados; vivir al impulso del Espíritu de Cristo que es el amor
sin límites, y comprometerse en la acción de promover a los hombres hacia la
libertad, la justicia, la paz, la dicha y la verdadera existencia que
corresponde a la dignidad humana; hacer que, a través de nosotros, actúe en el
mundo la muerte y la resurrección de Cristo.
7. Vivir todo eso de
forma que nuestra fe, nuestro amor y nuestra acción, nos sitúen responsablemente
en la Iglesia responsable y servidora del mensaje y el amor de Cristo; procurar
no agriar más las distancias y divisiones dentro de la Iglesia, no contribuyendo
ni a la parálisis de la Iglesia cómodamente situada, ni a la disgregación de la
Iglesia en grupos sectarios; siendo, más bien, fermento de unidad futura en la
fraternidad de la Iglesia que vive pobre para los pobres en el incesante don de
sí por el Espíritu del amor sin límites.
©
Teófilo
Cabestrero, cmf
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