Abrir el corazón a Dios es un regalo que él mismo nos hace. Es verdad que nosotros podemos rechazarlo y que, si nos cerramos, el amor de Dios no puede transformar nuestra vida. Pero también es verdad que nosotros no podemos abrir el corazón a un amor infinito si ese amor no nos capacita, si él no nos atrae, si él no nos estimula y nos eleva. Por eso decimos que la iniciativa siempre es de él.
Pero estamos muy
acostumbrados a pensar que nosotros tenemos que hacerlo todo, que tenemos que
comprar el afecto de los demás, que debemos merecer el amor de los
demás. Desde niños creemos que tenemos que hacer cosas para llegar a ser dignos
de la atención y del cariño de nuestros padres. Por eso, en el fondo, también
sentimos que tenemos que comprar el amor de Dios con nuestros esfuerzos,
capacidades, logros y buenas acciones.
Pero ese amor
infinito no se compra. Es completamente gratuito. Alégrate de que sea así. Hay
un amor, el más grande y el más bello, que no se tiene que pagar, que no se
tiene que merecer, que no se tiene que conquistar. Sólo hay que recibirlo,
aceptarlo, gozarlo con un corazón agradecido.
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