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jueves, 20 de diciembre de 2012

En Navidad




El mensaje de la Navidad


                                               





Faltaba una semana para la Navidad y la asociación de mujeres de la iglesia había proyectado una fiesta de Navidad en el asilo de ancianos. Tuve que telefonear a todas las asociadas para pedirles que prepararan algún plato y fueran a atender personalmente a los ancianos. La mayoría contestaba que encantada prepararía un pastel, pero que no tenían tiempo para asistir a la fiesta. Me molestó constatar que tan sólo ocho de treinta y cinco asociadas dijeron que vendrían a ayudar y teníamos que servir a casi doscientos ancianos.
Las pocas señoras que se habían comprometido a ayudar colocaban los adornos de Navidad, organizaban las sillas y realizaban los diversos trabajos necesarios para poner en marcha la fiesta. Gladys, la presidenta de la asociación, ya se encontraba tras la larga mesa en la que cada una iba dejando su torta, preparando el ponche y cortando los pasteles. Me acerqué a ella y le dije:
- ¡Qué lástima! Habría deseado que más señoras hubieran querido ayudar.¿Por dónde quieres que empiece?
La cálida sonrisa de Gladys casi borró mi resentimiento:
- Puedes ayudar llevándole la merienda a los ancianos que no pueden salir de su cuarto.
- Cómo no, dije agarrando una bandeja. ¡Será mejor que comience pronto, pues voy a tardar un siglo en servirles a todos!
Empezó la música y no sé quién se puso a cantar villancicos con los ancianos, que estaban todos reunidos en el inmenso patio del establecimiento. Yo no tenía tiempo de escuchar ni disfrutar las canciones. Me pasé la tarde corriendo de un lado a otro, llevando pasteles y ponche, sin mirar casi ni de reojo a los ancianos que servía. A cada uno le daba además una bolsa de caramelos y un regalo.
Recorrí todas las alas del edificio, me dolían las piernas de subir las escaleras. Una de las tantas veces que subí, una viejita que llevaba un vestido estampado, rasgado y desteñido me tocó el brazo y me dijo tímidamente:
- Perdone, señorita. ¿Tendría la bondad de cambiarme el regalo?Me volví hacia ella irritada y repliqué:
- ¿Cambiarle el regalo? ¿Por qué? ¿Es que le tocó uno de hombre?
- No, no... dijo vacilante. Es que me tocaron perlas. Las perlas representan lágrimas y yo ya no quiero más lágrimas.
Pensé: ¡Qué superstición más tonta! ¡Hay que ver cómo está el mundo! ¡Deberían agradecer cualquier cosa que les dieran!
- Lo siento. Ahora estoy muy atareada. A lo mejor después se lo puedo cambiar.
Me fui corriendo para llenar otra vez la bandeja y me olvidé al instante de la señora.
Con la bandeja llena de tortas llegué corriendo a la sección de mujeres, en la planta baja. Abrí la puerta del cuarto apoyándome de espaldas y una vez dentro, di la vuelta; cuando vi lo que había allí, me estremecí de tal modo que la bandeja me empezó a temblar en mis manos. ¡En aquel cuarto feo y deslucido, acostada en un camastro de sábanas grises y con un camisón raído, estaba mi madre! ¿Mamá? ¡No puede ser! ¡Mamá está muerta! y de estar viva, no se encontraría en un lugar así. Se trataba de un asilo para ancianos sin familia, gente pobre y enferma que no tenía donde estar ni quien la cuidara.
No podía ser; los ojos me estaban haciendo una jugarreta. Cuando volví a abrirlos pude ver mejor a la mujer demacrada que ocupaba el cuarto. No era mi madre, sino una viejita de cabello gris y ojos azules, que ni se parecía mucho a ella. ¿Qué me habría pasado que pensé que esa pobre mujer era mi madre? Sería la madre de otro, no la mía. Entonces, ¿por qué no me sentí aliviada? Todo lo contrario, me embargó un dolor inmenso y se me hizo un nudo en la garganta.
Sin pronunciar palabra, volví a salir justo a tiempo para que no me viera llorar. Por el oscuro pasillo retorné a la mesa en la que se encontraba Gladys trabajando, muy animada. Se me debía de notar lo mal que me sentía, porque su expresión cambió en cuanto me vio y me dijo:
- ¿Qué te pasa, Betty? me preguntó, rodeándome con el brazo.
- Es que vi a mi madre... dije sollozando. ¡Acabo de ver a mi madre allí en un cuarto! No puedo seguir.
- Lo que te pasa es que estás agotada. Tómate un descanso.
Varias personas que se encontraban por allí cerca empezaron a mirarme. Agarré una servilleta y me fui corriendo para que no me vieran llorar. Me dirigí a un rincón de la sala donde no había luz y me senté sollozando:
- Señor recé, ¿qué me pasa? ¿Me estoy volviendo loca?, y casi al instante oí su respuesta, que no me llegó con palabras audibles sino en mis pensamientos: «Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres... y no tengo amor, de nada me sirve.».
Caí en la cuenta de que esas palabras iban sin duda alguna dirigidas a mí. Ese día yo había preparado tortas, caminado kilómetros, llevado comida a muchas personas, pero, ¿para qué? ¿A quién había estado sirviendo? ¿A quién había tratado con cariño? ¡Ni siquiera me había molestado en mirar a nadie! Los ancianos no significaban nada para mí, ni veía sus rostros... hasta que vi en alguien que sufría el rostro amado de mi madre. Entonces cobraron vida para mí los ancianos:
- Perdóname, Señor dije en voz baja. Lo he hecho todo al revés. Tengo que volver a empezar.
Respiré profundamente, me enjugué las lágrimas y volví a la mesa de los pasteles. Gladys me miró desde donde estaba ocupada y me dijo:
- Ya has hecho bastante por hoy, Betty. ¿Por qué no te vas a casa a descansar?
- No me pidas que me vaya le respondí. En realidad, recién voy a empezar como debe ser.
Cuando estaba a punto de irme cargando otra bandeja, de pronto me acordé:
- Gladys, ¿tienes otro regalo para señoras? Tengo que cambiar uno.
Ella me pasó una cajita que contenía un broche de piedras rojas con forma de corazón:
- Gracias, es ideal le dije, agarrándola y alejándome deprisa hacia el patio.
Haz que encuentre a esa mujer, oré para mis adentros. Ni me había molestado en mirarle la cara. Había estado demasiado ocupada para prestarle alguna atención. Busqué entre todos los ancianos, de fila en fila. A todos se les veía contentos, cantando villancicos mientras resonaba la música. Por primera vez en todo el día, empecé a sentirme feliz. Entonces vi el andrajoso vestido estampado. La señora estaba sentada contra la pared, sola, teniendo en su regazo los caramelos sin desenvolver y las perlas. Se veía muy triste y desdichada. Me acerqué corriendo y le hablé:
- La he buscado por todas partes. Tome, le traje un regalo diferente.
Alzó la vista sorprendida y luego, casi como quien pide perdón, agarró la caja y la abrió. Los ojos se le iluminaron y sonrió de oreja a oreja encantada:
- Muchas gracias, señorita exclamó, es muy bonito.
De nuevo se me hizo un nudo en la garganta, pero esta vez no me importó:
- Deje que se lo coloque le dije. Y déme esas perlas, que ninguna falta nos hacen las lágrimas en Navidad.
Cuando me fui, la dejé cantando en el patio con los demás y me dio la impresión de que se me quitaba un peso tremendo de encima. Sólo me quedaba una cosa por hacer antes del fin de la fiesta: volver al cuarto de la sección de mujeres, en la planta baja. De alguna forma tenía que darle las gracias a aquella anciana, pero no sabía cómo. Cuando empujé la puerta, me encontré a la señora sentada en la cama, comiéndose la torta y cuando entré sonrió:

- Feliz Navidad mamita, le dije.

- ¡Qué bueno que haya vuelto me contestó! Quería darles las gracias a todas las señoras por venir y hacernos la fiesta. Me gustaría hacerle un regalo, pero no tengo nada que le pueda dar. ¿Le puedo cantar una canción?
Ya no me podía contener más y asentí con la cabeza. Me senté en la cama mientras ella me interpretó, con voz chillona, tres estrofas de una canción muy triste que jamás había escuchado en mi vida. Pero el resplandor de sus ojos pudo más que la letra y dejó en mí bien claro el mensaje de la Navidad: ¡Compartir con los demás!



Autor desconocido